El palacio que se puso 'A Tope'

Iluminación navideña de un edificio que cumple 25 años de protección. / César Sánchez / ICAL

D. Álvarez / ICAL

En una de las laderas que salpican la geografía del municipio berciano de Arganza, se alza desde hace al menos tres siglos el Palacio de Canedo, una majestuosa casona situada en la localidad del mismo nombre, que llegó a conocer la ruina y el abandono hasta que hace 25 años empezó a volver a la vida de la mano del carismático empresario hostelero José Luis 'Prada a Tope'.

Reconvertido en alojamiento, restaurante, bodega y fábrica artesana de conservas, el Palacio celebra estos días el cuarto de siglo transcurrido desde su reconocimiento como monumento con categoría de Bien de Interés Cultural (BIC). “Uno no puede evadirse de la innovación del futuro, pero la mayor inversión del mundo es mantener lo que tenemos bueno de la tradición”, sentencia Prada, con su habitual filosofía en defensa de la importancia del legado para conservar “una economía de subsistencia digna en los pueblos”.

Rodeado por los viñedos que daban como fruto el vino del que vivía el antiguo Señorío de Canedo, el Palacio, con la pizarra y la madera por banderas, ha alojado entre sus muros a 25 generaciones de viticultores.

Según recuerda su actual propietario, los documentos atestiguan que en el año 1761, cuando hasta los impuestos se pagaban en vino, se cosecharon en Canedo 170 miedros, una medida que equivale a 12 cántaros, lo que da una cantidad total de más de 32.000 litros. En la actualidad, el viñedo que preside la parte delantera del caserón se sigue utilizando para elaborar los vinos de la bodega.

En ese sentido, la concesión de una figura de protección como la Denominación de Origen para los vinos del Bierzo fue el espaldarazo necesario para que Prada se lanzase al mercado de la elaboración, después de la experiencia de éxito que había cosechado en La Moncloa, el restaurante con el que saltó la fama en el municipio de Cacabelos.

“Era el momento de tener viñedos con un caserón”, recuerda el empresario, que adquirió en el año 1987 aquella propiedad que de pequeño veía en el horizonte cuando acompañaba a su padre a recoger las castañas en la finca familiar de la cercana localidad de Campelo.

Con esa idea en la cabeza, el primer paso de la restauración fue la construcción del templo en el que las uvas se convertirían en vino. “Mi idea era hacer la bodega en las dependencias que habían servido de bodega al palacio, pero no cabía la tecnología necesaria y la idea de meter acero inoxidable en aquel entorno me parecía que era estropear su belleza”, explica Prada.

Finalmente, la bodega se alzó en un edifico anejo, “pero no de ladrillos y uralita, sino de piedra y madera”, puntualiza Prada, cuyo aprecio por las obras que no desentonan con los métodos populares de construcción en la comarca se demuestra con la entrega que la Fundación Prada a Tope lleva a cabo año tras año a las mejores obras de restauración de la arquitectura tradicional berciana.

Los galardones, que llevan el nombre del Palacio de Canedo buscan ser un acicate para que administraciones y particulares huyan de un modelo de “construcciones asépticas y anodinas” y ejecuten obras de reforma que ayuden a “mantener la identidad de los pueblos”, explica el promotor de la idea. “Es el mayor elemento para tener un turismo cualificado que sustente una economía sostenible”, remata.

Obras en el interior

Con la bodega ya en marcha, en 1997, dieron comienzo cuatro largos años de obras en el interior del palacio, que en 2001 abrió sus puertas al publico, como restaurante y tienda de productos artesanales. Este último espacio quedaría emplazado en la antigua bodega, aquella que no pudo usarse para su propósito original. Tres años más tarde, el Palacio volvió a albergar huéspedes en alguna de las ocho habitaciones que se reformaron bajo el principio siempre presente de “no desvirtuar la esencia de la arquitectura original”.

Poco amigo de los presupuestos -“ése es mi gran problema y también mi gran éxito”-, Prada afirma que desconoce el coste de las obras de reforma. “Yo no sé lo que me cuesta, voy haciendo y después, por cojones, tengo que seguir trabajando mucho para pagar”, explica con su habitual sencillez. Tras ese aparente desconocimiento, se esconde otro de los secretos que ha hecho posible la vuelta a la vida de esta antigua residencia nobiliaria.

“Ahora mismo aún estamos haciendo cosas, esto nunca se acaba”, confiesa el empresario, enfrascado en la instalación de dos faroles antiguos en el exterior del inmueble y en la mejora de los suelos de madera que se instalaron en la reforma.

Igualmente, Prada explica que “en este tipo de de obras hay que poner más cariño y esfuerzo, no más dinero” y cita la reforma del tejado como ejemplo del meticuloso trabajo llevado a cabo para conservar la identidad del inmueble original. “Los tejados se pusieron todos nuevos, pero aprovechamos un 80 por ciento de la pizarra original, después de limpiarla y restaurarla, y la completamos con pizarra reciclada de casas viejas de la zona que colocaron dos artesanos. Eso es un trabajo que no hace nadie en el mundo”, defiende.

Lo mismo se hizo en el primer piso, donde el suelo era de lajas de piedra grandes, que reposaban sobre una capa de barro de unos 40 centímetros. “Quitamos el barro y lo cambiamos por una planchada moderna de hierro y cemento. Encima volvimos a colocar la misma piedra que tenía y debajo quedó el techo raso de madera, que estaba en buen estado”, recuerda el empresario. Cada uno de esos pasos estaba sujeto al examen de Prada. “Cuando hacíamos algo, primero lo veía desde el interior y después me iba 200 metros fuera para ver si encajaba con el paisaje”, explica. Sólo después, las obras recibían el visto bueno.

Esplendor recuperado

Transcurrido un cuarto de siglo desde la última reforma que vivieron sus muros, el Palacio de Canedo ha recuperado el esplendor que antaño tuvo y hoy día se erige como una de las citas inexcusables en la agenda de los visitantes a la comarca. Sus miradores panorámicos, la larga galería balconada de madera o las excursiones por el entorno en los particulares 'carroviñas' son algunas de las marcas de la casa de un establecimiento que Prada define como “un batiburrillo de cosas diferenciadas pero complementarias, que es lo que le da el encanto especial que tiene”. Sentado en la cafetería, al lado de la lumbre, Prada contempla su obra y confiesa su satisfacción. “Cuando haces una cosa que está bien y la disfrutas tú y el resto del mundo, ¿qué más quieres?”, se pregunta, henchido de orgullo.

A punto de cumplir los 75 años, el empresario defiende sus particulares “verdades absolutas y dogmas de fe” que le llevaron, primero, a convertir una humilde zapatería en un “zoco de las maravillas”, después a crear un restaurante de éxito para colocar a su pueblo en el mapa y, por último a reinventarse para rescatar del olvido a una casona señorial en la que elaborar su propio vino, de acuerdo con la filosofía de “crear empleo en los pueblos para que la gente no se tenga que ir”.

Sin pensar en la jubilación ni en nada que se le parezca -“ni quiero, ni puedo ni debo”-, el incombustible Prada asegura que no hay oferta en el mundo capaz de hacerle cambiar de idea. “Yo no puedo vender esto, porque es mi vida y me lo paso bien”, explica sin poder evitar que una sonrisa se dibuje bajo su característico bigote.

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