El Desastre del 98: la Guerra de Cuba vista por los leoneses del siglo XIX

El oficial Fabián Fernández en Cienfuegos, Cuba, sobre 1896. Foto: E. Cotera / Juan Carlos Gómez-Barthe.

Un nuevo año da principio. La nación de los Estados Unidos, ambicionando la posesión de la isla de Cuba, prestaba eficaz auxilio a los naturales en todas las tentativas de insurrección. Finalmente declara la guerra a cuando ve a España debilitada por los tres años de lucha en los conflictos de Cuba y Filipinas, en los que había consumido sus hombres y sus recursos.

Durante el mes de abril el pueblo y las gentes de León dio una gran prueba de patriotismo protestando contra esos norteamericanos que querían apoderarse de una de las mejores colonias del Atlántico, Cuba. La joya que todos seguimos recordando 122 años después. La derrota dejaría muchas marcas en la Historia de España, pero al principio era todo patriotismo provocado por una inocente sensación de victoria ante los yanquis.

Un 'suelto' de la prensa de esos días así lo mostraba:

Las demostraciones que hicieron los leoneses es prueba evidente que aún se conserva la sangre de nuestros héroes, que sentimos un desprecio absoluto del peligro, que todos estamos dispuestos a defender el honor mancillado por un pueblo de ayer, sin historia, sin noción del honor y degradado por la perfidia.

La manifestación que se organizó en nuestra capital fue imponente, a la cabeza iba el Excmo. Ayuntamiento con el tradicional Pendón de Castilla, que tantas glorias dio un día a León, a continuación, las banderas de la Diputación, Gobierno, Instituto, Veterinaria, Centros de recreo, y un estandarte de los obreros de la estación en el que se leía:

¡Viva el Ejército!

¡Viva la Marina!

¡Abajo los cerdos!

Al grito de «Viva España», la banda de música del Regimiento de Burgos, en medio de atronadores aplausos, tocó la marcha de Cádiz.

El número de los manifestantes pasaban de seis mil.

Todos los balcones por donde tenía que pasar la manifestación aparecieron con colgaduras.

Los manifestantes se reunieron frente al Gobierno militar, e hicieron que saliese al balcón el general Sr. Quijada, el que dirigió la palabra y expuso de una manera elocuente las glorias alcanzadas por la bandera española.

En la calle de San Marcelo se repitieron los vivas y desde los balcones del café Victoria se tiraron multitud de banderas nacionales.

Después se dirigió la manifestación al Ayuntamiento, y el Alcalde señor Mallo, lo mismo que el concejal Sr. Alonso, dieron grandes vivas al Ejército.

En el Gobierno civil, el Sr. Cojo Varela hizo lo mismo.

Después los manifestantes recorrieron las calles de la Rúa, Boteros, Plegaria, Plaza Mayor, calle Nueva, Plaza de la Catedral, S. Pelayo y por último volvieron al Ayuntamiento pidiendo que hablase el Alcalde.

El Sr. Mallo, bastante emocionado, manifestó que el mejor medio de demostrar el patriotismo en estas circunstancias era dando dinero para la Suscripción Nacional.

Por último, la manifestación se disolvió sin ocurrir el menor incidente.

La prensa de la época también narró la salida de los soldados en el tren para tomar rumbo a Cuba y Filipinas. Pero así recordaba aquellos momentos José Eguiagaray Pallarés con tan sólo cinco años: “Tenía una forzada alegría, sostenida por una prensa completamente ayuna de conocimiento de la realidad política y combativa de los elementos en juego. Todo lo arreglábamos con el ”¡arsa y olé!“ del pasodoble de Cádiz”.

Los periódicos y la iglesia colaboraban a aumentar la fiebre patriótica. Leamos las manifestaciones de José María, Arzobispo-Obispo de Madrid Alcalá, deseando fortuna a cuantos podían ir con júbilo a defender a la patria de los herejes en nombre de Dios:

Id, valientes, a pelear, con la bendición de la patria. Con vosotros va España entera, del Mediterráneo al Atlántico, desde Irún hasta Tarifa. ¡Con qué envidia os contemplamos levar anclas y zarpar y alejaros de nuestras costas! ¿Por qué la infancia, o la vejez, o los cargos, o los achaques, nos arrebatan la dicha de tomar parte en vuestra empresa? ¡Pero no! Con vosotros va nuestro corazón español. Para vosotros será nuestro pensamiento continuo, nuestro amor, nuestro dinero, nuestras oraciones y votos. ¡Que la Virgen Inmaculada, cuyo escapulario lleváis pendiente de vuestro cuello y cuya imagen bendita ondea en vuestras banderas, os proteja bajo su manto en los instantes de peligro, os libre de todo mal y os colme de todo bien! ¡Que Santiago, patrón de España, y la mártir de Nicomedia, y San Telmo, y San Raimundo, y el rey ínclito San Fernando, vayan delante, marchen siempre a la vanguardia por donde quiera que vayáis y os hagan invulnerables a las balas del enemigo, para que volváis victoriosos a pisar esta hidalga tierra y a besar el rostro lloroso de la madre que os dio el ser!

Eguiagaray Pallarés –médico y escritor que llegó a ser alcalde de León y presidente de la Diputación en el franquismo– detalla en su libro 'Recuerdos de una barca varada' un suceso ocurrido en un acto público patriótico de defensa del sentimiento españolista que merece la pena recordar. El único teatro de la ciudad fue el lugar elegido para que brotaran de los labios de los asistentes frases de exaltación patriótica, y una vez prendida la hoguera de la pasión en un teatro lleno a rebosar, el pueblo no se dio sosiego vibrando de entusiasmo:

Tomasín García, interesadísimo en el espectáculo, era un joven impedido; había padecido en su infancia un proceso grave de una cadera y por ello una de sus piernas estaba retraída y mucha más corta que la otra, fuerte y bien desarrollada.

Sentado en el asiento corrido de 'la cazuela' [en lo alto del Teatro Principal], a un lado de su muleta y su bastón, seguía ensimismado y contagiado del ardor de lo que allí se decía, y al fin, en un momento impreciso, sin saber por qué y sin darse cuenta de su grito, impuso su voz a todo el recinto con un estentóreo '¡Viva Cuba libre!' que le salió redondo y perfecto.

No se sabe cómo ni de qué manera, pero fue tal el tumulto y las agresiones que sobre Tomás cayeron, que juzgó había llegado el final de su vida, y de su vida no, pero su cuerpo registró multitud de cardenales y apareció sobre el empedrado de la plaza de San Marcelo con sus ropas destrozadas, profundamente maltrecho, y afortunadamente que alguien le reconoció y le restituyó su muleta y su bastón para que pudiera irse a su casa, lo que hizo como Dios le dio a entender.

[Años más tarde], cuando me lo contó con su gran humorismo [recordaba Eguiagaray Pallarés], ya más que mediada su vida, que no fue larga por desgracia; no sabía explicarse porqué había lanzado aquel grito tan contrario al momento que se celebraba. Sin duda que como todo el mundo voceaba expresiones a pleno pulmón, vitoreantes o imperativas, él agarró esa que iba bien con sus ímpetus juveniles y la lanzó al aire recalentado de la sala, completamente al margen de toda elaboración mental.

Por otra parte, cuando la guerra se perdió estrepitosamente las cosas cambiaron de forma notable. Así lo recordaba Manuel Pellitero:

En septiembre la paz se hace, y nuestros hombres y enseñas se pliegan y recogen por orden de los gobernantes, no sin que el ejército, en las luchas cruentas del Caney y Lomas de San Juan, y la Marina, en su heroico sacrificio de Santiago de Cuba y Manila, dejen bien puesto el honor de las armas. Sin entregar ni una bandera ni un cañón ni un fusil se hace la repatriación.

En la relación de los soldados muertos en el Ejército de operaciones de la isla de Cuba, aparecen 2.290 leoneses. Terrible cifra. ¿En qué sitio estarán sus huesos? Se preguntaban sus padres.

¡Ay! Esa calamidad que se llama guerra. Los defensores de la patria que regresaban a sus hogares, bien mutilados o tísicos y anémicos por haber dejado su sangre en los campos de batalla o en las salas de los hospitales, pasaban diariamente por nuestra ciudad para regresar a los brazos de sus familias en un estado que todo el mundo lamentaba: pálidos, flacos, vestidos con sucios trajes a rayas, caminando lentamente, no acertando a coordinar cuatro palabras. Y sus pobres padres lloraban largamente porque estos mozos no eran aquellos hijos fuertes que se marcharon allá, y porque ya no podrían empuñar las estevas de los arados.

También es interesante que conozca el lector la opinión de uno de los hombres de más o menos viso de la época acerca del estado decadente de España, de sus causas y de sus remedios. Así se expresaba en 'El Liberal' el doctor Ramón y Cajal, que fue médico en la Guerra de los Diez Años (la primera de independencia de las tres que hubo) en Cuba:

La mayoría del país, todo lo que en él había de sensato, no quiso nunca la guerra con los Estados Unidos. A ella fuimos arrastrados por los indoctos y por los delirantes. ¿Es que se le podía ocultar a nadie que pensase un poco, en presencia de datos de la realidad, que era físicamente imposible que triunfásemos? Y el valor es una condición de la salud y tiene por compañera la esperanza. Y el soldado estaba enfermo, hambriento, fatigado, ansioso solamente de descanso. No tenía esperanza, no podía tenerla porque había sido enviado a combatir por tiempo indefinido sin saber cuándo concluiría la guerra, y su único anhelo era acabar pronto y de cualquier manera.

El valor y el honor son cosas muy relativas, y que en general no deben pedirse sino a la robustez, a la seguridad de que detrás del soldado hay una patria próvida, fuerte, rica que vela por él.

Remedios hay contra todos esos males, sobre todo buscándolos en las cualidades y virtudes enteramente contrarias a las que gratuitamente se han supuesto, salvadoras de nuestra raza.

Remedios son: Renunciar para siempre a nuestro matonismo, a nuestra creencia de que somos la nación más guerrera del mundo.

Renunciar también a nuestra ilusión de tomar por progreso real lo que no es más que un reflejo de la civilización extranjera; de creer que tenemos estadistas, literatos, científicos y militares; cuando salvo tal cual excepción, no tenemos más que casi estadistas, casi literatos, casi sabios y casi militares.

[...]

Se necesita volver a escribir la Historia de España para limpiarla de todas esas exageraciones con que se agiganta a los ojos del niño el valor y la virtud de su raza. Mala manera de preparar la juventud al engrandecimiento de su patria es pintarle ésta como una nación de héroes, de sabios y de artistas insuperables.

[...]

Hemos caído ante los Estados Unidos por ignorantes y por débiles. Éramos tan ignorantes, que hasta negábamos su ciencia y su fuerza. Es preciso, pues, regenerarse por el trabajo y por el estudio. Hoy solo son toleradas las naciones débiles a condición de que en ellas se rinda culto a la ciencia. Hagamos como Bélgica, Holanda y Suiza. Abandonemos todo sueño de conquista, todo pensamiento de grandeza militar. Reconozcamos que ya no servimos para eso. Trabajemos.

Una pérdida dolorosísima que causó una enorme decepción y grandes fracturas ideológicas, conscientes todos de que el pasado glorioso español se había perdido para siempre, y con críticas, más que propias en un país católico, a la soberbia, al triunfalismo y a la falsa de sensación de seguridad. Así se expresaba Unamuno, dejando claro que muchas cosas habían fallado:

¡Perder Cuba! ¡Horror! ¿Y el honor nacional? ¿Y la misión civilizadora de España en América? ¿Y nuestro glorioso pasado?

¿Quién descubrió aquello? ¿Qué son los actuales cubanos sino hijos de españoles? ¡Hijos ingratos, que se resisten a sufrir resignadamente la política española!

Tiene la mar de gracia eso de traer a cuento nuestro pasado y lo que dicen que España ha hecho por América, cuando no se trata de lo que ha hecho, sino de lo que hace. Pero ¡vaya usted a quitar de ciertas molleras la concepción disparatada de los derechos históricos!

[...]

Aquí todo se tiene en cuenta menos la razón y la voluntad de los cubanos. Hay muchas gentes que protestan contra la monarquía patrimonial, contra la vieja idea de que una nación sea patrimonio del monarca; pero les parece bien que un pueblo sea patrimonio de otros.

Es el cúmulo de falacias, de sofismas, de errores y de disparates que se encubren bajo esa palabrota de honor nacional y tanta tela hay aquí cortada, que mejor será dejarlo por hoy.

Nota: Este artículo de Francisco Javier González Fernández Llamazares –autor de varios libros sobre la Historia de León como 'Los leoneses que financiaron a Franco' y 'Crónicas de la Burguesía Leonesa: Sobre un episodio de de la Guerra Civil en León'– y Julián Robles –coautor junto al primero también de 'De Genaro Blanco a bendito canalla'– es un adelanto de un libro de costumbres que preparan con pequeños artículos mostrando cómo era la vida en León hace más de cien años.

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